viernes, 28 de marzo de 2014

Colaboración sobre la tala de los chopos






ADIÓS, CHOPOS, ADIÓS

     Los chopos, como todos los seres vivos, también mueren. Así es la cosa. Hoy les ha tocado a los de la arboleda de la Fuente, pero sucedió ya antes con otros chopos solemnes que dejaron huella: los Árboles de la Tía Petra y, más tarde, los de la arboleda del Arroyo, frente por frente a Pantaleón. Sólo quedan ya en el espacio íntimo de la memoria, lo mismo que muchas otras cosas que, por una razón o por otra -y algunas veces por ninguna- han ido despareciendo del paisaje o del armazón cultural del pueblo. Eran símbolos claros o referentes vitales de otros tiempos y que hoy, lamentablemente, ya no están visibles.
     ¿Dónde quedó el reloj de la torre que marcaba las horas por las que nos regíamos durante el día y la noche, que se quedó parado en la niebla de un invierno perdido y no ha vuelto a sonar? ¿Tan complicada y difícil es, acaso, la tarea de darle cuerda y engrasarlo?
     ¿Dónde quedó la maravilla del conjunto de lagares -ejemplo único en La Ribera- que ni siquiera uno de ellos ha podido quedar de muestra para la posterioridad?
     Dónde quedó el antiguo y original chapitel gris de la iglesia que un infausto día de verano fue vilmente sustituido por una mole negra como un tizón infame, asestando para siempre una atroz cuchillada asfáltica en el azul inmaculado del cielo de mayo?


     Se nos fueron para siempre el estanque del Capataz, los cerezos de la carretera, los soberbios estandartes de las procesiones, el misterioso túmulo de las ánimas, el oficio de Las Tinieblas, las misas de tres, la polifonía de la iglesia, un sinnúmero de juegos que a nadie importa restaurar, etc., etc.
     ¿Cuánto tiempo pasará para que el magnífico órgano que no hace tantos años fue restaurado se pudra a fuerza de no usarse? ¿Qué sucederá cuando el actual coro parroquial llegue al límite vital de sus miembros y no haya –como parece- relevo alguno que asegure su continuidad? Pues que todo el caudal musical acumulado durante siglos se perderá irremisiblemente. ¿Cuánto tiempo les queda de voz a las campanas?
     En estos días de renovación tradicional en los que nos estamos afanando en apuntalar parte del aparato externo poniendo ruedas nuevas a los santos para que no se nos caigan al suelo (aunque hace ya décadas que se nos han caído de los corazones), y también en conseguir que más infantes se sumen a la nómina de los nazarenos (se entiende que adecuadamente instruidos en todos los puntos que conciernen a tan selecto grupo), quizá encontremos un momento –entre hoguera y hoguera, o cuando nos asomemos tímidamente a una esquina perdida de la noche a ver pasar la Carrera- para preguntarnos qué es lo realmente importante de la Semana Santa: si la superficial emotividad de las procesiones, el estruendo del toque del silencio, o la realidad de la Pascua que tendría que transformar nuestras vidas.
     A los chopos de la arboleda de la Fuente les ha llegado su hora y han tenido que ser cortados, según dicen, a causa de los peligros que entrañaban árboles tan viejos, pero se evidencia la pérdida de un emblemático espacio común más. Tendrá que ser así. Mas cuando el caminante transite por la calle de La Iglesia una tarde tibia de últimos de octubre y mire al fondo, solo podrá ver el pelado chorro de El Rodandero y no aquella altísima muralla de amarillos increíbles brillando al sol que tantos motivos de inspiración artística produjeron. Y cuando alguien pregunte de qué color es el otoño, nadie le podrá responder: “como esos chopos”. Tampoco ya nunca podré repetir la experiencia mágica de aquella noche de noviembre cuando tumbado en uno de los bancos sentí sobre mi rostro la lluvia amarilla que caía suavemente mientras la brisa emocionada pronunciaba tu nombre. Atrás quedan, también, las horas de convivencia y las comidas de hermandad celebradas a la sombra acogedora de la arboleda, así como el listado infinito de nombres y corazones escritos a punta de navaja.
      Quizá todas estas vaguedades sin sentido no sean más que producto de una parte averiada de la nostalgia. Ojalá que seamos capaces de profundizar y no perder nunca aquello que forma parte de nuestra esencia íntima como pueblo, lo que nos caracteriza y nos hace singulares. De esa forma podremos evitar que ningún vendaval fatídico haga un día desaparecer a nuestro pueblo del mapa lo mismo que le pasó a Macondo que fue borrado para siempre de la faz de la tierra. O lo que sería aún peor, que quede reducido a un pueblo vulgar y anodino. En un pueblo sin nombre.
SANTIAGO IZQUIERDO
izquierdosan@gmail.com