ADIÓS, CHOPOS, ADIÓS
Los chopos, como todos los seres vivos,
también mueren. Así es la cosa. Hoy les ha tocado a los de la arboleda de la
Fuente, pero sucedió ya antes con otros chopos solemnes que dejaron huella:
los Árboles de la Tía Petra y, más tarde, los de la arboleda del
Arroyo, frente por frente a Pantaleón. Sólo quedan ya en el espacio íntimo
de la memoria, lo mismo que muchas otras cosas que, por una razón o por otra -y
algunas veces por ninguna- han ido despareciendo del paisaje o del armazón
cultural del pueblo. Eran símbolos claros o referentes vitales de otros tiempos
y que hoy, lamentablemente, ya no están visibles.
¿Dónde quedó el reloj de la torre que
marcaba las horas por las que nos regíamos durante el día y la noche, que se
quedó parado en la niebla de un invierno perdido y no ha vuelto a sonar? ¿Tan
complicada y difícil es, acaso, la tarea de darle cuerda y engrasarlo?
¿Dónde quedó la maravilla del conjunto de lagares -ejemplo único en La Ribera- que ni siquiera uno de ellos ha podido quedar de muestra para la posterioridad?
Dónde quedó el antiguo y original chapitel gris de la iglesia que un infausto día de verano fue vilmente sustituido por una mole negra como un tizón infame, asestando para siempre una atroz cuchillada asfáltica en el azul inmaculado del cielo de mayo?
Se nos fueron para siempre el estanque
del Capataz, los cerezos de la carretera, los soberbios estandartes de las
procesiones, el misterioso túmulo de las ánimas, el oficio de Las Tinieblas,
las misas de tres, la polifonía de la iglesia, un sinnúmero de juegos que a
nadie importa restaurar, etc., etc.
¿Cuánto tiempo pasará para que el
magnífico órgano que no hace tantos años fue restaurado se pudra a fuerza de no
usarse? ¿Qué sucederá cuando el actual coro parroquial llegue al límite vital
de sus miembros y no haya –como parece- relevo alguno que asegure su
continuidad? Pues que todo el caudal musical acumulado durante siglos se
perderá irremisiblemente. ¿Cuánto tiempo les queda de voz a las campanas?
En estos días de renovación tradicional en
los que nos estamos afanando en apuntalar parte del aparato externo poniendo
ruedas nuevas a los santos para que no se nos caigan al suelo (aunque hace ya
décadas que se nos han caído de los corazones), y también en conseguir que más
infantes se sumen a la nómina de los nazarenos (se entiende que adecuadamente
instruidos en todos los puntos que conciernen a tan selecto grupo), quizá
encontremos un momento –entre hoguera y hoguera, o cuando nos asomemos
tímidamente a una esquina perdida de la noche a ver pasar la Carrera-
para preguntarnos qué es lo realmente importante de la Semana Santa: si la
superficial emotividad de las procesiones, el estruendo del toque del
silencio, o la realidad de la Pascua que tendría que transformar nuestras
vidas.
A los chopos de la arboleda de la
Fuente les ha llegado su hora y han tenido que ser cortados, según dicen, a
causa de los peligros que entrañaban árboles tan viejos, pero se evidencia la
pérdida de un emblemático espacio común más. Tendrá que ser así. Mas cuando el
caminante transite por la calle de La Iglesia una tarde tibia de últimos de
octubre y mire al fondo, solo podrá ver el pelado chorro de El Rodandero
y no aquella altísima muralla de amarillos increíbles brillando al sol que
tantos motivos de inspiración artística produjeron. Y cuando alguien pregunte
de qué color es el otoño, nadie le podrá responder: “como esos chopos”. Tampoco
ya nunca podré repetir la experiencia mágica de aquella noche de noviembre
cuando tumbado en uno de los bancos sentí sobre mi rostro la lluvia amarilla
que caía suavemente mientras la brisa emocionada pronunciaba tu nombre. Atrás
quedan, también, las horas de convivencia y las comidas de hermandad celebradas
a la sombra acogedora de la arboleda, así como el listado infinito de nombres y
corazones escritos a punta de navaja.
Quizá todas estas vaguedades sin sentido no sean más que producto de una parte averiada de la nostalgia. Ojalá que seamos capaces de profundizar y no perder nunca aquello que forma parte de nuestra esencia íntima como pueblo, lo que nos caracteriza y nos hace singulares. De esa forma podremos evitar que ningún vendaval fatídico haga un día desaparecer a nuestro pueblo del mapa lo mismo que le pasó a Macondo que fue borrado para siempre de la faz de la tierra. O lo que sería aún peor, que quede reducido a un pueblo vulgar y anodino. En un pueblo sin nombre.
SANTIAGO
IZQUIERDO
izquierdosan@gmail.com