CAMINOS DE VUELTA
Las campanadas del reloj de la torre de siempre marcaron los tiempos de volver a casa. Sucede que, a veces, las sendas se oscurecen y crecen demasiadas zarzas y demasiado deprisa, o es que se apodera de la voluntad respuestas mal detalladas. Vete a saber el motivo final. Pero lo realmente importante es la vuelta a casa, a donde te están esperando. Se está bien dentro de casa.
Y lo primero que se le ocurrió fue echar la mirada a un texto sencillo y limpio que vale muy bien para este mes de septiembre. Este es, y así fue el
PRIMER DOMINGO DE SEPTIEMBRE
Al mediodía, cuando estaban ya apagados los ecos de todos los silencios acumulados día a día a lo largo y ancho de un año para el olvido, comenzaron a sonar tímidamente las campanas. No sabíamos bien qué anunciaban, pues estábamos en la cuenta de que no iban sonar por muy señalado que fuera el día. Y, a fe, que este lo era.
Empezó a sonar el campanillo con voz infantil, pero bien timbrada. Siguió después la campana intermedia, la de las celebraciones de mediana relevancia. Sumose luego la segunda campana grande y, por fin, oímos la voz grave, profunda y solemne de la campana principal, la que llenaba el campo de ecos que se escuchaban en los últimos confines del pueblo, y aún más lejos. El conjunto sonoro llenaba las bóvedas del pueblo en una sinfonía de toques de todos los colores. En un punto de máxima euforia vimos cómo la campana mayor se ponía a girar sobre su eje en un volteo mágico que ni los más viejos podían recordar.
De pronto sentimos cómo el cielo se rasgaba en unos truenos controlados que formaban pequeñas volutas de humo blanco perfumado que nosotros supimos que eran cohetes bien dirigidos que sólo intentaban poner una nota de distinción en el ambiente amargo de la celebración.
Unos instantes después sonaban las canciones mil veces repetidas desde siglos por coros de dulzainas y percusiones certeras de los tamboriles de la historia.
Era la hora ya. Todo aguardábamos impacientes y con las lágrimas dispuestas verla salir por la puerta grande de los sueños más profundos como dueña indiscutible de la mañana y de los corazones, pero pasaban los minutos y sólo veíamos el claroscuro del espacio atónito festoneado por los listones de piedra que remarcaban con absoluta claridad los espacios vivos del silencio.
Así que entramos a su casa (que también era la nuestra) para conocer el motivo de la tardanza y entonces la vimos. Estaba preciosa y reluciendo de belleza, bañada de luz y de flores amarillas. Estaba sola, tal vez esperando nuestra visita tardía que ya ni recordábamos cuándo fue la última vez que fuimos a verla. Quizá fuera el año pasado, o en alguna tarde de otoño que acaso nos asomamos a verla por el ventanuco azul de la distancia.
En un diálogo sin palabras nos dimos cuenta de la verdad. Era la peste, la maldita peste, que nos tenía presos y sólo nos quedaba el agarradero incierto de la esperanza para ver si el año que viene podemos dar el paseo más maravilloso y festivo del año. Pero este, no.
En una apretada oración (que no pasó de ser una mirada cariñosa, pero recíproca) le dijimos sin palabras, aunque ella ya lo sabe, todo lo que teníamos atascado en el corazón: todas las pesadumbres, todas las dudas, toda la arena oxidada que retrasa demasiado la maquinaria de los afectos, los muchos días en que hay demasiado azul oscuro en la paleta de los paisajes. Adiós, madre, no te olvides.
Cuando salimos a la calle habían dejado de sonar las campanas, los petardos y las dulzainas de una fiesta que sólo había existido en alguno de los pliegues de la nostalgia. Tuvimos que aceptar, con mala resignación, que el día sólo era un domingo más. Vale.
Foto, Inés García.
Texto, Santiago Izquierdo Abad. Todos los derechos reservados.
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