domingo, 23 de noviembre de 2014

Otro comentario sobre el coche de Burgos



     Estaba dándole vueltas sobre la conveniencia de mandar o no este escrito a la imprenta -mayormente porque siento cierto rubor por salir con demasiada frecuencia en el blog-, pero es que la ocasión la pintan calva, y no puedo resistirme a la tentación de escribir sobre la noticia publicada hace unos días sobre el cocheburgos. Que así se llamaba, todo junto, cocheburgos.

     Aunque bien pensado, si yo no escribiera mis historias -con más o menos acierto, que esa es otra- como hasta ahora lo he hecho, sobre variados temas que se me han ido ocurriendo, es seguro que quedarían en el silencio. Por otra parte, todos somos conscientes de que nuestro blog no se distingue precisamente por la abundancia de colaboraciones escritas. ¿Os imagináis, por un momento, que se produjera un flujo de opiniones ponderadas sobre los temas que se prestaran a ello? Yo creo que, a buen seguro, la revista y los lectores resultarían muy beneficiados.

     Pues en estas estábamos cuando he aquí que el señor Jordi González, a quien felicito, nos aporta unos magníficos comentarios técnicos sobre el famoso autobús. Fantástico, eso es justo lo que hace falta: que nazca la comunicación, que fluyan los comentarios, que a todos nos van a encantar. Así que yo, también, envío el mío.

EL COCHEBURGOS


  
     Al verlo, vestido de amarillo y de nostalgia, veíamos el vehículo que se utilizaba en los tiempos pasados, (transportando personas, animales, cosas y sueños) para realizar lo que se conocía como “subir a Burgos”. Al verlo, también veíamos el lugar en el que paraba cuando venía de Roa y cuando volvía de Burgos envuelto en una enorme polvareda. Lo hacía en el paraje llamado La Viga, que entonces presentaba un escenario bien distinto al que en la actualidad muestra. La Viga era –y sigue siendo– el escenario de todas las reuniones, el punto de salida y de llegada de todos los destinos. 

     Por un momento recompusimos el sitio –que es el que más transformaciones ha sufrido del pueblo– como creíamos que era en los antiguos tiempos, pintando en el aire una acuarela de sueños: el regatillo que atravesaba la Calle Real y pasaba por debajo de los pretiles, donde se sentaban los chicos mayores para dar doctrina; el regajo de aguas verdes y misteriosas; el arroyo con toda su fauna de renacuajos y gatillos muertos, los mondadores y las pirámides de cestos en vendimias, las mujeres lavando en pleno invierno y el espacio para nadar en pernetas; el olvidado monumento; el casi pelado cerro de San Jorge; el esbaradizo de La Carrascada; los chopos de siempre, etc.
     Para los que, de nosotros, la experiencia vital se orientó hacia el norte, el cocheburgos fue el medio necesario para trasladarnos. Lo recordábamos bien porque él representaba la libertad y la posibilidad de salir del pueblo. Al principio no podía darme mucha cuenta de ello, pues no contaría más de cuatro años cuando pasaba largas temporadas en Burgos. Pero sí que entendía lo que era ir a la ciudad años más tarde, cuando todos los veranos iba a convertirme bonitamente, aunque fuera postizo, en un niño de ciudad.
     Recuerdo que subía al cocheburgos con alegría desbordada y con ceremonias festivas, y hasta el simple olor a gasolina –o a gasoil, que no sé lo que era- me gustaba. El hombre arrancaba el motor con la zanca, y algunas veces echaba agua al radiador. Cuando acababa de montar las maletas en la baca, y las cubría con una lona, el autobús arrancaba por fin hasta la parada en el siguiente pueblo. Desde la ventanilla veíamos pasar paisajes conocidos, (Garenes, EL Doradillo, La Virgen, EL Berral, El Caño del tío Sixto, El Fraile, ...) hasta que llegaban parajes distintos, y aún más distintos se descubrían al llegar a la carretera general. Con rapidez pasaban pueblos y tierras labradas y baldías, montañas lejanas de la Ibérica, grandes llanuras al oeste, otros vehículos con los que nos cruzábamos: todo un mundo nuevo que los ojos infantiles trataban de descifrar. Hasta que las inconfundibles agujas blancas de piedra indicaban que habíamos llegado al punto de destino: Burgos.
     Allí habrían de abrirse infinitas puertas y desvelarse parte de los primeros misterios. Allí conocimos la magia sin medida de los fuegos artificiales, las corridas de toros, los trajes regionales, los gigantillos y cabezudos, el cofre del Cid que sólo contenía arena, el gran río Arlanzón con sus cangrejos, el tren diario que llenaba de hollín las comisuras de la tarde, el camino de Santiago y los peregrinos extranjeros, el mudo lenguaje de las gárgolas asustadas, el amargo volcán que se activó con solo rozarte, las puestas de sol y el sonido de las campanas que habrían de acompañarnos para siempre.
      De La Viga salía el cocheburgos cargado de sueños y proyectos, o acaso llevándose parte de los tiernos corazones, cuando en él se marchaban para siempre a ciudades invisibles unos ojos y una sonrisa recién descubiertos.
     A La Viga volvía el cocheburgos con los esperados regalos, con los juguetes y tebeos usados, y con los dulces para la navidad que traía algún familiar que venía de la capital.
     Cuando llegó la hora de salir del pueblo a estudiar, el cocheburgos nos acompañaba fiel y seguro. Recuerdo la sensación de abandono indescriptible que sentí en la tarde de un octubre remoto cuando, estando interno en el colegio de Saldañuela y habiéndonos sacado de paseo, vi desde un pequeño montículo próximo a la carretera general pasar el cocheburgos en dirección hacia mi pueblo, y yo no iba en él.
     Recuerdo la sensación de como orfandad cuando, después de despedirme con el que fue su último beso, vi a mi abuelo desde la ventanilla del cocheburgos. Se alejaba con la gorra ladeada en la cabeza, y con la chaqueta de pana caída sobre un solo hombro, caminando lentamente a un huerto mínimo que tenía en el Camino de la Vega.
    Miles de historias podrían contarse teniendo como referencia el cocheburgos aunque, para quienes su trayecto vital fue Madrid, u otra zonas, quizá les suenen algo más lejanas. Pero existieron. Seguro.

SANTIAGO IZQUIERDO
izquierdosan@gmail.com