ACUARELA DE OTOÑO
Los emblemáticos pajarillos que habitaban en los hilos de la luz y en
los aleros de los tejados que veíamos desde cuando nos alcanza la memoria —es decir, desde siempre—, y que nos eran tan familiares y tan cercanos
porque se habían convertido en parte sustancial de nuestro paisaje, ya no están
aquí.
Se fueron en silencio a mediados del otoño
pasado (recién iniciado el mes de las ánimas) cuando aún los días no eran ni
los más fríos ni los más cortos del año, cuando aún quedaban hojas amarillas en
los chopos olvidados y calor en los abrigaños orientados al mediodía, cuando
aún se podían reunir fuerzas suficientes para escribir fechas y nombres y para
componer redacciones sobresalientes que hablaban de tiempos remotos, cuando todavía
era posible edificar espacios de cristal donde archivar palabras de amor y
recordar caricias y ternuras.
Después de haber marcado, como cada noche, la misma cruz de aspas
temblorosas en el amargo calendario de los sueños, los pajarillos volaron en la
noche a un cielo más azul y más cálido. Y aquí nos quedamos sujetando las
lágrimas, con las raíces al descubierto y en total orfandad que habríamos de ir
descubriendo los días venideros, cuando ya no fue posible escuchar las primeras
canciones de cuna, ni ver pasar los arcoiris melancólicos a la hora
acostumbrada. Los alambres, desde entonces, quedaron deshabitados y el paisaje
más triste. Al intentar recrear el antiguo escenario, la acuarela de este otoño nos ha nacido con el
desvaído color de la nostalgia.
Pero por
las noches vemos en el cielo nuevas chispas de luz revoloteando nerviosas y
trazando increíbles cabriolas de colores —como si
fueran preciosas golondrinas de plata— en los incomparables campanarios de las estrellas.
SANTIAGO
IZQUIERDO
izquierdosan@gmail.com