Estaba dándole vueltas sobre la
conveniencia de mandar o no este escrito a la imprenta -mayormente porque
siento cierto rubor por salir con demasiada frecuencia en el blog-, pero es que
la ocasión la pintan calva, y no puedo resistirme a la tentación de escribir
sobre la noticia publicada hace unos días sobre el cocheburgos. Que así se
llamaba, todo junto, cocheburgos.
Aunque bien pensado, si yo no escribiera
mis historias -con más o menos acierto, que esa es otra- como hasta ahora lo he
hecho, sobre variados temas que se me han ido ocurriendo, es seguro que
quedarían en el silencio. Por otra parte, todos somos conscientes de que
nuestro blog no se distingue precisamente por la abundancia de colaboraciones
escritas. ¿Os imagináis, por un momento, que se produjera un flujo de opiniones
ponderadas sobre los temas que se prestaran a ello? Yo creo que, a buen seguro,
la revista y los lectores resultarían muy beneficiados.
Pues en estas estábamos cuando he aquí que
el señor Jordi González, a quien felicito, nos aporta unos magníficos comentarios técnicos sobre el famoso autobús. Fantástico, eso es justo lo que
hace falta: que nazca la comunicación, que fluyan los comentarios, que a todos
nos van a encantar. Así que yo, también, envío el mío.
EL COCHEBURGOS
Al verlo, vestido de amarillo y de
nostalgia, veíamos el vehículo que se utilizaba en los tiempos pasados,
(transportando personas, animales, cosas y sueños) para realizar lo que se
conocía como “subir a Burgos”. Al verlo, también veíamos el lugar en el que
paraba cuando venía de Roa y cuando volvía de Burgos envuelto en una enorme
polvareda. Lo hacía en el paraje llamado La Viga, que entonces
presentaba un escenario bien distinto al que en la actualidad muestra. La
Viga era –y sigue siendo– el escenario de todas las reuniones, el punto de
salida y de llegada de todos los destinos.
Por un momento recompusimos el sitio –que
es el que más transformaciones ha sufrido del pueblo– como creíamos que era en
los antiguos tiempos, pintando en el aire una acuarela de sueños: el regatillo
que atravesaba la Calle Real y pasaba por debajo de los pretiles,
donde se sentaban los chicos mayores para dar doctrina; el regajo de aguas
verdes y misteriosas; el arroyo con toda su fauna de renacuajos y gatillos
muertos, los mondadores y las pirámides de cestos en vendimias, las mujeres
lavando en pleno invierno y el espacio para nadar en pernetas; el olvidado monumento;
el casi pelado cerro de San Jorge; el esbaradizo de La Carrascada;
los chopos de siempre, etc.
Para los que, de nosotros, la experiencia
vital se orientó hacia el norte, el cocheburgos fue el medio necesario para
trasladarnos. Lo recordábamos bien porque él representaba la libertad y la
posibilidad de salir del pueblo. Al principio no podía darme mucha cuenta de
ello, pues no contaría más de cuatro años cuando pasaba largas temporadas en
Burgos. Pero sí que entendía lo que era ir a la ciudad años más tarde, cuando
todos los veranos iba a convertirme bonitamente, aunque fuera postizo, en un
niño de ciudad.
Recuerdo
que subía al cocheburgos con alegría desbordada y con ceremonias festivas, y
hasta el simple olor a gasolina –o a gasoil, que no sé lo que era- me gustaba.
El hombre arrancaba el motor con la zanca, y algunas veces echaba agua al
radiador. Cuando acababa de montar las maletas en la baca, y las cubría con una
lona, el autobús arrancaba por fin hasta la parada en el siguiente pueblo.
Desde la ventanilla veíamos pasar paisajes conocidos, (Garenes, EL
Doradillo, La Virgen, EL Berral, El Caño del tío Sixto, El Fraile, ...)
hasta que llegaban parajes distintos, y aún más distintos se descubrían al
llegar a la carretera general. Con rapidez pasaban pueblos y tierras labradas y
baldías, montañas lejanas de la Ibérica, grandes llanuras al oeste, otros
vehículos con los que nos cruzábamos: todo un mundo nuevo que los ojos
infantiles trataban de descifrar. Hasta que las inconfundibles agujas blancas
de piedra indicaban que habíamos llegado al punto de destino: Burgos.
Allí
habrían de abrirse infinitas puertas y desvelarse parte de los primeros
misterios. Allí conocimos la magia sin medida de los fuegos artificiales, las
corridas de toros, los trajes regionales, los gigantillos y cabezudos, el cofre
del Cid que sólo contenía arena, el gran río Arlanzón con sus cangrejos, el
tren diario que llenaba de hollín las comisuras de la tarde, el camino de
Santiago y los peregrinos extranjeros, el mudo lenguaje de las gárgolas
asustadas, el amargo volcán que se activó con solo rozarte, las puestas de sol
y el sonido de las campanas que habrían de acompañarnos para siempre.
De La
Viga salía el cocheburgos cargado de sueños y proyectos, o acaso llevándose
parte de los tiernos corazones, cuando en él se marchaban para siempre a
ciudades invisibles unos ojos y una sonrisa recién descubiertos.
A La
Viga volvía el cocheburgos con los esperados regalos, con los juguetes y
tebeos usados, y con los dulces para la navidad que traía algún familiar que
venía de la capital.
Cuando
llegó la hora de salir del pueblo a estudiar, el cocheburgos nos acompañaba
fiel y seguro. Recuerdo la sensación de abandono indescriptible que sentí en la
tarde de un octubre remoto cuando, estando interno en el colegio de Saldañuela
y habiéndonos sacado de paseo, vi desde un pequeño montículo próximo a la
carretera general pasar el cocheburgos en dirección hacia mi pueblo, y yo no
iba en él.
Recuerdo
la sensación de como orfandad cuando, después de despedirme con el que fue su
último beso, vi a mi abuelo desde la ventanilla del cocheburgos. Se alejaba con
la gorra ladeada en la cabeza, y con la chaqueta de pana caída sobre un solo
hombro, caminando lentamente a un huerto mínimo que tenía en el Camino de la
Vega.
Miles de
historias podrían contarse teniendo como referencia el cocheburgos aunque, para
quienes su trayecto vital fue Madrid, u otra zonas, quizá les suenen algo más
lejanas. Pero existieron. Seguro.
SANTIAGO IZQUIERDO
izquierdosan@gmail.com