Estando ya inmersos en las fiestas pascuales (que no se celebran, ni de lejos, con la misma intensidad que las de Semana Santa) quizá puedan parecer fuera de lugar estas líneas. Posible sí es, mas con todo, las escribo con la intención de que puedan ser de provecho.
NAZARENOS
Lo que nunca imaginó el abuelo cuando, después de numerosas pláticas y tanteos, convenció a su jovencísimo nieto para que este año se vistiera de nazareno, fue que todo el grupo que se iba a formar fuera por junto tres unidades. Tres números sólo, sin rango ni jerarquía ya fuera Cristo o Iscariote. Y con el añadido que uno de los tres era una niña. Y este detalle viene a cuento no por cuestiones machistas, no, sino porque siempre, desde su fundación, han sido niños los nazarenos, como varones fueron los apóstoles. Así pues, este Jueves Santo tres fueron los nazarenos. Sólo tres.
El caso es que el abuelo había preparado al nieto con gran ilusión y con todo lujo de detalles. En el ropaje y en la disposición.
El ropaje lo había sacado la nonagenaria bisabuela del armario sin fondo de las telas antiguas y lo había dispuesto ya días antes, y lo miraba complacida en extremo. Relucientes las estrellas de plata, como en los antiguos tiempos, chispeaban sobre el morado del vestido. A la corona de alambres forrados de papel le habían nacido unas florecillas diminutas y de colores invisibles. Cintas doradas perfilaban el contorno de la minúscula capilla y los bordes del vestido. El talle se ajustaría con un cíngulo dorado del que colgaba un pañuelo blanco. Completaban la indumentaria zapatitos negros y calcetines blancos.
La disposición consistió en una razonable explicación, acorde con su edad, de la función y cometido de los nazarenos, de lo original de su existencia, de cómo formaban parte de un todo que es la Semana Santa celebrada de manera tan especial y propia en su pueblo. Y también consistió en aleccionarlo sobre la debida compostura que había de observar no sólo en el templo, sino también en las Carreras y en los recorridos que por las calles del pueblo hacían. Y así le inculcó que en los cultos había de observar una actitud reverente, piadosa, evitando charlar o enredar con los demás compañeros nazarenos, mirar al techo o practicar otras modalidades de distracción. Pero donde más empeño había puesto el abuelo había sido en la enseñanza de una actividad fundamental en el quehacer de un nazareno, y que es el cantar con acierto los versos que se atribuyen a Lope de Vega. Y con tal fin había realizado con éxito ensayos diversos.
La tarde de Jueves Santo, el viejo, desde un lugar muy próximo a las bóvedas del templo, y mientras intentaba reponerse del profundo desencanto que la escena le producía, miraba fijamente a los tres infantes y sin prestar apenas atención al discurso del oficiante se dejaba llevar a los años remotos en los que él fue nazareno, y la comparación le resultaba muy pobre. Veía desde su nube el altar con la asamblea completa de nazarenos presidida por el Cristo con su vestido marrón, ciñendo corona de espinas y portando su pequeña cruz de color verde; y en el último lugar, el Judas con saya verde y capucha con borla roja, y rematando con el látigo que usaba para fustigar por las calles a los nazarenos y a otros niños. No era cosa extraña que la Misa se alargase pues eran muchos los piececillos que habían de ser lavados.
Cuando, seguía recordando el abuelo, los nazarenos llegaban a este día lo hacían como punto final a un proceso que había comenzado al inicio de la Cuaresma. Todas las tardes, al acabar la escuela los nazarenos subían a San Jorge a ensayar los cánticos que, aunque no eran más que una sola melodía, requería, sin embargo, pericia en la dicción y acoplamiento de las voces. Llegado el día de Jueves Santo se vestían sus trajes, se congregaban en la iglesia, daban varias vueltas al pueblo cantando y tocando la enorme matraca anunciando la hora de los cultos, asistían a los oficios y, por la noche, participaban en la Carrera. Pero con tanto ajetreo y ejercicio era preciso reponer fuerzas, y a tal fin el ayuntamiento les obsequiaba con una magnánima merienda consistente en pan y aceitunas. Gran manjar, vive Dios. El Cristo bendecía la mesa con una breve oración y a continuación trazando con la corona una cruz extraía un número indeterminado de aceitunas que él cataba. Acto seguido todos los comensales se saciaban de ellas.
La carrera resultaba espectacular. El compacto grupo de nazarenos abría la procesión y apoyado en la luz de un farol el nazareno lector recitaba en alta voz el verso: “Mira Juan por la ventana”, y el resto de ellos, a una sola voz, repetían cantando: “Mira Juan por la ventana”. Y así seguían por todo el recorrido procesional entramado de hogueras y de misterio hasta llegar a la iglesia. En ocasiones era un adulto quien leía la estrofa. Y se cuenta que un Jueves Santo ventoso como se apagara la luz de la vela, el adulto comentó: “ A joder, se apagó la vela”. Y el coro de nazarenos, sin dudar, cantó la frase con tanto aplomo como si de un verso magistral se tratara.
Sonrió levemente el abuelo al recordar este lance, pero mudó su sonrisa en desencanto volviendo la vista al altar y contemplar de nuevo aquellos tres angelitos a los que les esperaba un porvenir poco brillante: visto y no visto lavatorio de pies, gorjeos deslavazados que no llegarían nunca a melodía clara y potente, vagar por las calles sin unidad, y acaso compartir una merienda que no iba a ser presidida por Cristo alguno. Y otras preguntas se planteaban en su cansada cabeza ¿Qué futuro aguarda a esta institución llamada nazarenos? ¿Cuál es la razón, o las razones, por las que es imposible reunir hoy a trece niños para un evento como éste y formarlos para que su actuación sea impecable? ¿Quién les explicará que en el fondo de los nazarenos se esconde algo más profundo que una estampa folklórica y simpática? No alcanzaba con su capacidad a encontrar respuestas a tales preguntas, y el viejo sólo acertaba a decirse que con los niños, en la actualidad la mayoría de ellos, escasa fuerza puede hacerse para moverlos a participar en esta representación apelando al argumento de mantener vivas unas tradiciones de sus antepasados que ellos, los niños, no han vivido, ni hoy ven en su entorno más directo. La verdad de todo es que tres eran los que esa tarde de abril estaban en el altar solos, sin capitán, como si fueran los restos de un naufragio, como corderillos extraviados en el páramo solitario. Este Jueves Santo eran tres los nazarenos, tres. Sólo tres. Ojalá que nuevos vientos soplen sobre los corazones endurecidos y agrietados por muchas y nuevas heladas de la vida, y hagan florecer en todo su esplendor los valores nunca del todo perdidos, pero quizá adormecidos o semiocultos por las nieblas de estos tiempos de modernidad.
SANTIAGO IZQUIERDO
Buenísimo tu escrito Santiago.
ResponderEliminarEspero que sirva para animar y reavivar esa tradición tan sotillana.