martes, 21 de abril de 2015

EL PAÑO DE LA VERONICA





EL PAÑO DE LA VERÓNICA

Logré ponerme en primera fila para acompañarle en su última salida de la ciudad hacia su destino libremente elegido. Iba abrazado al madero que le aplastaba y caminaba malamente entre empujones, insultos y risas.

Me preguntaba cómo era capaz de mantenerse en pie, cuando cayó desplomado a unos metros de mí en el suelo de tierra. Los soldados entonces le pegaban sin piedad y le voceaban más fuerte para que se levantara. A duras penas se incorporó y, tambaleándose como un pelele, continuó avanzando lentamente hacia aquel altozano que coronaba la ciudad.

Un centenar de metros más allá volvía a besar el suelo con el madero encima de su cuerpo destrozado. Nuevos golpes, nuevos juramentos, nuevos apremios para continuar la marcha. Inexplicablemente se puso en pie y volvió a abrazar el leño. Parecía que tenía prisa por llegar como si no quisiera darse por vencido, cuando lo que quedaba de él no era otra cosa que la figura de un gigante derrotado.

Mas por mucha voluntad que puso, el peso de aquella cruz apareció insuperable y, por tercera vez, aquel muchacho enorme que parecía invencible se derrumbó con el estrépito propio de los corazones entregados. La mañana avanzaba y los soldados comprendieron que de aquella forma nunca llegarían al final, así que obligaron a un viandante a que cargara con la cruz.

En aquellos segundos que hubo de tregua vi llegada mi ocasión y no lo pensé. Me acerqué a Él, que seguía en el suelo, y le ofrecí mi velo blanco para que se secara el sudor y la sangre que le corría por el rostro. Qué lejos quedaban hoy aquellas facciones que conocíamos bellas y armoniosas cuando le escuchábamos galvanizados por el fuego en sus palabras. Lo que fue un rostro atractivo y seductor era un amasijo de carne magullada, pero aún así, pude sentir de forma nítida cómo me miraba con su sonrisa cautivadora.

Le miré desde las profundidades sin fondo de mi compasión y no sé cómo acerté a pedirle sin palabras que me firmara un recuerdo suyo, que me dejara para siempre algo personal que me sirviera de referencia, ni tampoco sé cómo Él me dijo que cómo no, faltaría más, estaré encantado, pero no sólo eso, si no que quiero, además, personalizar mi autógrafo con elementos propios de tu pueblo.

Le di las gracias besándole en el aire y guardé el pañuelo en los pliegues azules de mi corazón huérfano mientras los soldados se lo llevaban a rastras al punto final de aquel viernes fatídico.

Cuando el domingo por la mañana desdoblé mi velo y vi lo estampado en él, comprendí todo su significado. Nos había dejado impresa su imagen no vencida ni humillada y, de propina maravillosa, había trazado los cuatro puntos cardinales del mundo simbolizados en las cuatro ermitas de nuestro pueblo.

Pero el mensaje mayor era el que estaba escrito en su corazón abierto: por la senda de la vida, aunque haya cruces -que ahora están ya vencidas- se llega, seguro, a la luz definitiva. Para eso había muerto Él.

VERÓNICA